Salgo
del quirófano. Me salen tubos de todas partes. No sé cuánto tiempo pasó pero sé
que me siento cuarenta por ciento muerta. Dejan que mi marido se acerque. Él cree que soy la misma y yo todavía no sé nada,
sólo una sensación de violencia enorme como si un rayo hubiese caído sobre mí.
Por dentro rezo a la Virgen para que me agarre, para que me sostenga en el
mundo. La imagino parada atrás de la camilla vestida de Medalla Milagrosa como
a mí me gusta: toda de celeste con la corona de estrellas y rayos de luz saliendo
de sus manos. En este momento no se llora, ni siquiera se tiene pena de uno
mismo. La mente es pura mezcla de ganas de sobrevivir y espanto de estar viendo
algún engranaje de la gran maquinaria: la muerte con su presencia rotunda es el
piñón que va encajando sus dientes en la corona de la vida, una fuerza en la manivela
la hace girar; esa fuerza es la sustancia que los hombres desconocen. Siento que me sostiene un hilo muy frágil que
apenas une mi cuerpo, los planes, la vieja idea de mi misma, los futuros
posibles. Es un hilo de vida finito que termina en un nudo justo en el plexo
solar y se escapa hacia arriba con mi alma en el otro extremo flotando indecisa
sobre la camilla. Soy una especie de novia de Frankenstein, una criatura llena
de costuras, que la ciencia creyéndose victoriosa devuelve al mundo. Un cuerpo
intervenido, animado por una fuerza
animal que desconozco. Si esta otra cosa que soy sobrevive, presiento que su naturaleza
será muy diferente. Soy una gata castrada, un mamífero herido que desconfía de
los humanos. Debe ser por eso que mi esposo me mira con ese gesto mezcla de
horror y alegría de que aún estoy viva. Pareciera que va a gritar: I´ts alive, It´s alive!
Entramos en el ascensor, me llevan a la cama
número quince. Pienso escapar de este lugar cuanto antes.
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