La
conexión era la casa de Mariano, que iba a mi colegio y vivía en la misma
manzana que Juanjo. Como los papás eran amigos habían puesto un portoncito en
la medianera que comunicaba los dos jardines. Por eso nosotras que éramos de la
normal nos hicimos amigas de los chicos de Club Lomas porque Juanjo jugaba al
rugby ahí.
No
éramos amigas de las chicas del club. Todas esas chetas rubias. Al principio
nos intimidaban un poco con esos uniformes de paño tan lindos, esas chicas
bilingües que se sabían todas las letras de las canciones en inglés que
nosotras cantábamos en un idioma inventado. Así que cuando los chicos nos
llevaban a sus fiestas éramos como de otro planeta.
Por
esos días mi abuela Ema me llevó de compras a las tiendas Harrods. Si bien en
los ochentas la tienda ya no era lo que habría sido, todavía conservaba esa
elegancia de los salones, los ascensoristas, la confitería del tercer piso
donde las señoras tomaban el té. Me acuerdo que ese día me compró el portaligas. Sí, mi abuela! Que
nació en 1900, patagónica, hacendada, católica de rosario todas las tardes.
Ema
siempre usó corset. Corset, portaligas y medias de seda. Siempre hasta que se
murió a los noventa y algo. Y vivió tan negada
de su cuerpo encorsetado que se enteró que estaba embarazada de mi madre el día
que la parió con seis meses de gestación y aunque cuentan que el médico puso a
la bebé en una caja de zapatos y le dijo que moriría esa misma noche, la vasca
le hizo de incubadora un año, ahí en la mitad del campo, y la salvó.
En el
mundo de mi abuela, que era casi del siglo XIX, era muy normal y muy decente, llevar
a su nieta de catorce años a comprar su ajuar de señorita. Pero para esta
adolescente que pasaba las dobles matinés en el cine viendo película italianas
con Ornella Mutti, con la fantasía llena de caderas con encajes, el objeto se
tranformaba en un fetiche que prometía super poderes.
Ese
sábado había fiesta en el colegio San Albano. Iba a ir Gonzalo, otro amigo de los chicos con
el que me había dado unos besos en una disco el fin de semana anterior y me
encantaba. Aunque tenía quince, parecía más grande. Me había contado que la
triple A asesinó a su padre cuando él tenía siete años, y ahora él era el
hombre de la casa. Usaba una campera de corderoy azul que olía a Parisiennes,
me volvía loca. Pero ahora yo también era grande.
Era
una mujer y también era una muñequita de trapo hecha con pedacitos de
historias trágicas de todas la mujeres de mi familia; del dolor y el desamor
del hogar donde crecía, de mis ganas de ser otra. Mi fantasía construía belleza
por necesidad.
Ya
había visto mil veces en las películas ese gesto de acercar la pierna subiéndola a la cama o un banco para unir el gancho de goma y metal con la
seda de las medias. No eran elásticas, tenían la forma de la pierna, una suave
curva en la rodilla, la forma del talón. No se pegaban del todo a la piel, se
delataban con unos plieguecitos en el tobillo, como diciendo: acá estamos,
somos la lujuria misma.
Esa
noche me puse una camisa blanca de broderie inmaculado, una pollera de paño
gris con tablas, zapatos negros de taco, y secretamente debajo, como una
entidad que me sostenía, estaba mi portaligas de encaje negro, con sus
elásticos, sus broches. Tecnología que me distanciaba a años luz de todas esas
nenas de jeans y remeras con nuditos.
En
el camino me desabroché dos o tres botones de la blusa hasta que quedó
escotadísima. Bailé toda la noche, mis piernas se deslizaban con delicia una
con otra. Me sentía rara y estupenda. No había nadie más, flotaba sola en plena
metamorfosis.
En
algún momento de la fiesta nos saludamos desde lejos. Él estaba con una chica.
Igual nos presentimos.
Durante
cuatro años fuimos inseparables. Después me fui. Un sacerdocio un poco más
promiscuo me esperaba.
Me
enteré que vive en Nueva York. Todavía hoy, me deja mensajes en el contestador,
de vez en cuando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario